Comenta Javier Villena en su artículo -y así lo titula- que aquella jovenzuela hipermaquillada bailaba como si se tratara de una imitación de Shakira a manos de Cruz y Raya (ahora, José Mota). Movía las caderas a una velocidad superior a la de las canciones que sonaban y doblaba las rodillas hasta que su trasero alcanzaba a tocar el suelo. Con un vestido prácticamente transparente, había conseguido que hubiera como veinte chicos mirando lo que hacía antes de llegar a caerse. Yo, que cuando bailo, debo de ser un cruce entre Leonardo Dantés y Cristóbal Montoro, me quedo en la retaguardia, con un torrente inagotable de reflexiones. Un muermo que, no obstante, no podía parar de prestar atención a aquella escena.
No contenta con su desafiante coreografía, la protagonista temporal de la discoteca cogió a una amiga (la típica que se utiliza para estas cosas) para mantener una postura en movimiento que, en caso de que seas un perro o una perra, consigues, como mucho, en la tercera o en la cuarta cita. La grada de observadores ascendía ya a cuarenta muchachos, prestos a ladrar, maullar o lo que hiciera falta a cambio de un poco más de corrupción.
Fue entonces cuando percibí que, al fondo, las congregadas en torno a una despedida de soltera, vestidas de reinas moras, bajaban del reservado en el que se habían estado hidratando a base de vodka. Eran diez chicas que, al ritmo del reguetón reinante, quedaron poco a poco rodeadas por hordas de maromos de distintas características. Aquel proceso de polinización, si se hubiese podido ver desde arriba, hubiera resultado hasta armónico: la naturaleza abriéndose paso, la vida reproduciéndose a través del bello arte de la danza...
En tal apoteosis de mal gusto pre-copular me hallé a mí mismo a punto de lanzar el previsible la-juventud-de-ahora-no-es-como-la-de-antes. Conozco este pensamiento-sentimiento reparador con el que nos consolamos los que no encajamos en una coordenada concreta del espacio-tiempo: hace diez o veinte años, los mismos jóvenes, con el doble de ropa y bebiendo una horchata templada, se hubieran mirado tímidamente, desde lejos, con la música de los Hombres G de fondo...
Falso. Ni siquiera mi condenable movimiento de caderas podría obligarme a pensar así. No creo, ni mucho menos, que los jóvenes de ahora sean peores que los de antes. ¿Por qué iban a serlo? Un grupo de buenos alumnos de Sociología, de dieciocho años, llegó a las siguientes conclusiones en una exposición sobre el cambio de valores en España: "Los niños y adolescentes de ahora no son como nosotros, son propensos al botellón, al sexo temprano y han abandonado el juego en las calles". Si esto fuera cierto, a lo largo de todos estos años de degeneración juvenil, la edad de pérdida de la virginidad habría descendido hasta los dos o tres meses de vida...
El discurso de estos estudiantes rima con el que predicamos los pedorros de la generación del ochenta. La perorata se repite, probablemente, desde Sócrates, que seguro que lamentó, en algún momento libre, la falta de respeto de la juventud hacia sus mayores.
Es prioritario que aceptemos que las reflexiones sobre la juventud que nos sucede tienen un carácter circular y adolecen de un sesgo condescendiente que nos mantiene en la ceguera. En realidad, somos tan sinvergüenzas como los que ahora han tomado el relevo de la juerga y no toleramos que las nuevas claves musicales y culturales se nos resistan. Si Miley Cyrus se nos queda ya grande, no es porque esta sea una golfa y Sabrina, a su lado, evocara a Heidi o a Clara. A la edad de ellos, como mínimo, teníamos su edad y, quizá, menos medios y teclados para manifestar nuestra fascinación por los vicios. Ni el mismo Torquemada se sorprendería de las novedades, salvo por los trending topics o las pantallas de plasma con presidentes dentro. Que la música esa siga sonando... para los que la puedan disfrutar. ¿Alguien quiere invitarme a algo después de todo esto?