Hoy, día festivo en el que se conmemora la aprobación de nuestra Constitución de 1978 y a punto de constituirse el Parlamento que nos va a representar durante los próximos cuatro años, es buen momento para hablar de la mujer y su representatividad en la sociedad.
La lucha de la mujer por la equiparación de sus derechos con el hombre ha sido producto de una lenta y difícil lucha aún no concluida.
En el Antiguo Régimen la función social de la mujer estaba circunscrita a las labores de la casa, la procreación y cuidado de los hijos, y, sobre todo, a su subordinación legal al hombre, padre o esposo.
La lucha de la mujer por la equiparación de sus derechos con el hombre ha sido producto de una lenta y difícil lucha aún no concluida.
En el Antiguo Régimen la función social de la mujer estaba circunscrita a las labores de la casa, la procreación y cuidado de los hijos, y, sobre todo, a su subordinación legal al hombre, padre o esposo.
La Revolución Francesa y demás revoluciones liberal-burguesas plantearon la igualdad jurídica de todos, lo que implicaba la igualdad de los derechos políticos. Sin embargo, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano se referían en exclusiva al hombre, no al conjunto de los seres humanos, lo que provocó el inicio de un movimiento, el feminismo, que luchó por la igualdad de la mujer y su liberación, así como por la obtención del derecho de voto.
Los cambios políticos, económicos y sociales producidos en la década de 1870 provocaron una clara aceleración del movimiento feminista. En los países anglosajones el número de mujeres solteras mayores de 45 años había crecido entre las clases medias. La “carrera del matrimonio” ya no era la única opción de la mujer, no sólo como proyecto de vida, sino también como opción económica.
En España, la existencia de una sociedad arcaica, con una fuerte ascendencia de la Iglesia Católica y fuertes jerarquizaciones de género en todos los ámbitos de la vida social, obstaculizó la reivindicación del movimiento feminista que en un principio se basó en demandas sociales y en la exigencia de los derechos civiles, dejando a un lado las reivindicaciones políticas.
El Código Civil Español de 1889 incapacitaba civilmente a la mujer dejándola primero bajo la tutela del padre y después bajo la tutela del marido, no se le reconoce como un ser individual. Sólo las mujeres solas, solteras o viudas, contaban casi con los mismos derechos que los hombres. Esta incapacidad civil significaba que las mujeres tenían que obtener permiso paterno o marital para estudiar, ejercer una profesión, viajar, abrir una cuenta bancaria, recibir atención médica o para actuar ante la justicia. Sólo recuperaban parte de estos derechos ante la ausencia del marido.
Amparo Rubiales Torrejón, en su conferencia sobre “Evolución de la situación jurídica de la Mujer” (2003) señala que las mujeres eran socialmente invisibles, no tenían ninguna posibilidad de acceso a la educación ni a la formación y solo eran utilizadas como mano de obra barata, cuando esta se necesitaba.
En el terreno educativo, hasta principios del siglo XX el reconocimiento de la educación de la mujer se centraba en la utilidad en la medida en que se consideraba mejor para la educación de los hijos o para que, en el caso de que tuvieran la “desgracia” de no casarse, se pudieran ganar la vida, primero como institutrices y, más tarde, como maestras. El modelo educativo se basaba en transmitir a las jóvenes pautas de comportamiento en la función doméstica (cuidado de la casa, los hijos y atención al marido), mientras que a ellos se les educaba para el espacio de lo público, y, por tanto, el trabajo remunerado, la política y el poder en general.
Deshacer las tradicionales barreras entre lo público, terreno masculino, y lo privado, terreno femenino, autorizando el acceso de las mujeres al espacio público era considerado como un peligro para el orden social.
La resistencia a la generalización de la enseñanza femenina fue muy acentuada. El reconocimiento oficial del derecho a la educación superior no se produjo hasta 1910.
Las Constituciones españolas, hasta la Segunda República, omitían todo referencia al principio de igualdad entre los sexos. Tras la proclamación de la Segunda República se convocan unas cortes constituyentes en las que por primera vez pueden resultar elegidas las mujeres. Ellas no elegían, pero se declara que pueden ser elegibles (curioso ¡verdad!). De estas Cortes Constituyentes formaron parte tres mujeres: Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken.
Fue la Constitución de 1931 la que proclamó por primera vez, en su artículo 36, el derecho al sufragio femenino y reconoció, en el artículo 53, el derecho a ser diputada. Asimismo, en su artículo 25, reconoció el derecho a la igual de sexo. Hay que destacar que en las primeras elecciones tras la aprobación de la Constitución no resultó elegida ni una sola mujer. Pero ¡por fin! se había logrado la igualdad jurídica entre hombres y mujeres.
Sin embargo, todos estos derechos se borraron de un plumazo tras la Guerra Civil española. La participación política popular, tanto de hombres como mujeres, se limitó a plebiscitos para asegurar el poder absoluto del régimen, y, en cuanto a los derechos civiles de las mujeres, se restableció la obligación de la joven a permanecer en el hogar paterno hasta el momento de casarse o de entrar en el convento. Las mujeres volvían a quedar sujetas a la tutela patriarcal, la licencia paterna o marital volvía a ser necesaria para cada acto que quisieran llevar a cabo. Ver
A partir de los años 50 las sucesivas reformas efectuadas en el Código Civil de 1889, vigente en la actualidad, fueron reconociendo poco a poco mayores derechos a las mujeres.
Los cambios políticos, económicos y sociales producidos en la década de 1870 provocaron una clara aceleración del movimiento feminista. En los países anglosajones el número de mujeres solteras mayores de 45 años había crecido entre las clases medias. La “carrera del matrimonio” ya no era la única opción de la mujer, no sólo como proyecto de vida, sino también como opción económica.
En España, la existencia de una sociedad arcaica, con una fuerte ascendencia de la Iglesia Católica y fuertes jerarquizaciones de género en todos los ámbitos de la vida social, obstaculizó la reivindicación del movimiento feminista que en un principio se basó en demandas sociales y en la exigencia de los derechos civiles, dejando a un lado las reivindicaciones políticas.
El Código Civil Español de 1889 incapacitaba civilmente a la mujer dejándola primero bajo la tutela del padre y después bajo la tutela del marido, no se le reconoce como un ser individual. Sólo las mujeres solas, solteras o viudas, contaban casi con los mismos derechos que los hombres. Esta incapacidad civil significaba que las mujeres tenían que obtener permiso paterno o marital para estudiar, ejercer una profesión, viajar, abrir una cuenta bancaria, recibir atención médica o para actuar ante la justicia. Sólo recuperaban parte de estos derechos ante la ausencia del marido.
Amparo Rubiales Torrejón, en su conferencia sobre “Evolución de la situación jurídica de la Mujer” (2003) señala que las mujeres eran socialmente invisibles, no tenían ninguna posibilidad de acceso a la educación ni a la formación y solo eran utilizadas como mano de obra barata, cuando esta se necesitaba.
En el terreno educativo, hasta principios del siglo XX el reconocimiento de la educación de la mujer se centraba en la utilidad en la medida en que se consideraba mejor para la educación de los hijos o para que, en el caso de que tuvieran la “desgracia” de no casarse, se pudieran ganar la vida, primero como institutrices y, más tarde, como maestras. El modelo educativo se basaba en transmitir a las jóvenes pautas de comportamiento en la función doméstica (cuidado de la casa, los hijos y atención al marido), mientras que a ellos se les educaba para el espacio de lo público, y, por tanto, el trabajo remunerado, la política y el poder en general.
Deshacer las tradicionales barreras entre lo público, terreno masculino, y lo privado, terreno femenino, autorizando el acceso de las mujeres al espacio público era considerado como un peligro para el orden social.
La resistencia a la generalización de la enseñanza femenina fue muy acentuada. El reconocimiento oficial del derecho a la educación superior no se produjo hasta 1910.
Las Constituciones españolas, hasta la Segunda República, omitían todo referencia al principio de igualdad entre los sexos. Tras la proclamación de la Segunda República se convocan unas cortes constituyentes en las que por primera vez pueden resultar elegidas las mujeres. Ellas no elegían, pero se declara que pueden ser elegibles (curioso ¡verdad!). De estas Cortes Constituyentes formaron parte tres mujeres: Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken.
Fue la Constitución de 1931 la que proclamó por primera vez, en su artículo 36, el derecho al sufragio femenino y reconoció, en el artículo 53, el derecho a ser diputada. Asimismo, en su artículo 25, reconoció el derecho a la igual de sexo. Hay que destacar que en las primeras elecciones tras la aprobación de la Constitución no resultó elegida ni una sola mujer. Pero ¡por fin! se había logrado la igualdad jurídica entre hombres y mujeres.
Sin embargo, todos estos derechos se borraron de un plumazo tras la Guerra Civil española. La participación política popular, tanto de hombres como mujeres, se limitó a plebiscitos para asegurar el poder absoluto del régimen, y, en cuanto a los derechos civiles de las mujeres, se restableció la obligación de la joven a permanecer en el hogar paterno hasta el momento de casarse o de entrar en el convento. Las mujeres volvían a quedar sujetas a la tutela patriarcal, la licencia paterna o marital volvía a ser necesaria para cada acto que quisieran llevar a cabo. Ver
A partir de los años 50 las sucesivas reformas efectuadas en el Código Civil de 1889, vigente en la actualidad, fueron reconociendo poco a poco mayores derechos a las mujeres.
La aprobación de la Constitución de 1978 marca un auténtico punto de inflexión en el reconocimiento de los derechos de las mujeres y su igualdad a los hombres. Sin embargo, no deja de ser criticable la escasa participación de las mujeres en la elaboración del texto constitucional y que, a diferencia de lo ocurrido en 1931, ninguna mujer formó parte de la ponencia constitucional.
La fuerza vinculante directa de la Constitución provocó la derogación inmediata de las normas discriminatorias preconstitucionales todavía vigentes y la consiguiente aprobación de una nueva reglamentación igualitaria entre ambos sexos.
Como curiosidad de estos primeros años de democracia, y hasta el reconocimiento total de la igualdad de hombres y mujeres, destacar el hecho de que a algunas de las primeras Diputadas elegidas les pidieron la autorización de sus maridos para abonarlas directamente el sueldo.
Progresivamente en nuestro parlamento, gracias al sistema de cuotas, se han ido incorporando las mujeres. No obstante, dado el dato obtenido de las recientes elecciones, 125 mujeres en el Congreso de los Diputados frente a 225 hombres, todavía queda mucho camino por recorrer.
Son muchas las personas que critican el feminismo pero éste no existiría sino hubiera machismo, por lo que a mi entender la intensidad del feminismo es proporcional en sentido inverso a la del machismo.
Lectura recomendada:
El voto femenimo y yo: mi pecado mortal, de Clara Campoamor.
Lectura recomendada:
El voto femenimo y yo: mi pecado mortal, de Clara Campoamor.
* Imágenes adquiridas de la web, desconozco la autoría